viernes, noviembre 03, 2006

EL SUEÑO DEL PRINCIPE-ELECTOR



De Alvaro Mutis, en su libro CARAVANSERAY


A su regreso de la Dieta de Spira, el Príncipe-Elector se detuvo a pasar la noche en una posada del camino que conducía hacia sus tierras. Allí tuvo un sueño que lo inquietó para siempre y que, con frecuencia, lo visitó hasta el último día de su vida, con ligeras alteraciones en el ambiente y en las imágenes. Tales cambios sirvieron sólo para agobiar aún más sus atónitas vigilias.

(este texto es un poema. No se trata de un sueño que yo haya escuchado a algún soñador, ni su autor nos dice que sea el relato de algún sueño del que él haya tenido noticia. Es un poema, escrito en prosa, razón por la cual lo voy a copiar fielmente, que en los poemas importan las palabras y su sucesión y su mutuas relaciones más que aquello que querría trasmitir. Vamos con ello.)

Esto soñó el Príncipe-Elector:
Avanzaba por un estrecho valle rodeado de empinadas laderas sembradas de un pasto de furioso verdor, cuyos tallos se alzaban en la inmóvil serenidad de un verano implacable. De pronto, percibió que un agua insistente bajaba desde lo más alto de las colinas. Al principio era, apenas, una humedad que se insinuaba por entre las raíces de la vegetación. Luego se convirtió en arroyos que corrían con un vocerío de acequia en creciente. En seguida fueron amplias cataratas que se precipitaban hacia el fondo del valle, amenazando ya inundar el sendero con su empuje vigoroso y sin freno. Un miedo vago, un sordo pánico comenzó a invadir al viajero. El estrépito ensordecedor bajaba desde la cima y el Príncipe-Elector se dio cuenta, de repente, que las aguas se despeñaban desde lo alto como si una ola de proporciones inauditas viniera invadiendo la tierra

(valle estrecho, laderas empinadas, furioso verdor del pasto, verano implacable... aquel príncipe, que volvía a casa por caminos conocidos, ¿qué se decía soñando? ¿qué es lo que “en la más clara de las circunstancias” puede filtrarse, correr, desbordarse, precipitarse y amenazar con inundar? ¿...el agua, la humedad, la acequia en creciente, sin freno, invadiendo la tierra desde más allá de sus propios márgenes? Y esas aguas, esas humedades, ¿serán eróticas, serán regadíos, serán tsunamis arrasadores?

El estrecho sendero por el que avanzaba su caballo mostraba apenas un arroyo por el que la bestia se abría paso sin dificultad. Pero era cuestión de segundos el que quedara, también, sepultado en un devastador tumulto sin límites.

(“sepultado tumulto sin límites”...con esas eles y esas tes me suena como suena el agua...)

Cambió de posición en el lecho, ascendió un instante a la superficie del sueño y de nuevo bajó al dominio sin fondo de los durmientes. Estaba a orillas de un gran río cuyas aguas, de un rojizo color mineral, bajaban por entre grandes piedras de pulida superficie y formas de una suave redondez creada por el trabajo de la corriente. Un calor intenso, húmedo, un extendido aroma de vegetales quemados por el sol y desconocidos frutos en descomposición, daban al sitio una atmósfera por completo extraña para el durmiente. Por trechos las aguas se detenían en remansos donde se podía ver, por entre la ferruginosa transparencia, el fondo arcilloso del río.

(en esto dieron las Grandes Aguas: en un paisaje de piedras pulidas, suaves redondeles, aguas rojizas, calores intensos, olores intensos, fondos arcillosos... un lugar que satura los sentidos y los abre a lo que vaya a venir, un lugar erótico, ¿no?

El Príncipe-Elector se desvistió y penetró en uno de los remansos. Una sensación de dicha y de fresca delicia alivió sus miembros adormecidos por el largo cabalgar y por el ardiente clima que minaba sus fuerzas. Se movía entre las aguas, nadaba contra la corriente, entregado, de lleno, al placer de esa frescura reparadora. Una presencia extraña le hizo volver la vista hacia la orilla. Allí, con el agua a la altura de las rodillas, lo observaba una mujer desnuda, cuya piel de color cobrizo se oscurecía aún más en los pliegues de las axilas y del pubis. El sexo brotaba, al final de los muslos, sin vello alguno que lo escondiera. El rostro ancho y los ojos rasgados le recordaron, vagamente, esos jinetes tártaros que viera de joven en los dominios de sus primos en Valaquia. Por entre las rendijas de los párpados, las pupilas de intensa negrura lo miraban con una vaga somnolencia vegetal y altanera. El cabello, también negro, denso y reluciente, caía sobre los hombros. Los grandes pechos mostraban unos pezones gruesos y erectos, circundados por una gran mancha parda, muy oscura. El conjunto de estos rasgos era completamente desconocido para el Príncipe-Elector. Jamás había visto un ser semejante. Nadó suavemente hacia la hembra, invitado por la sonrisa que se insinuaba en los gruesos labios de blanda movilidad selvática. Llegó hasta los muslos y los recorrió con las manos mientras un placer hasta entonces desconocido para él le invadía como una fiebre instantánea, como un delirio implacable. Comenzó a incorporarse, pegado el cuerpo de móvil y húmeda tersura, a la piel cobriza y obediente que lo iniciaba en la delicia de un deseo cuya novedad y devastadora eficacia lo transformaban en un hombre diferente, ajeno al tiempo y al sórdido negocio de la culpa.

aquí están los protagonistas

Una risa ronca se oyó a distancia. Venía de un personaje recostado en una de las piedras, como un lagarto estirándose al ardiente sol de la cañada. Lo cubrían unos harapos anónimos y de su rostro, invadido por una hirsuta barba entrecana, sólo lograban percibirse los ojos en donde se descubrían la ebriedad de todos los caminos y la experiencia de interminables navegaciones. “No, Alteza Serenísima, no es para ti la dicha de esa carne que te pareció tener ya entre tus brazos. Vuelve, señor, a tu camino y trata, si puedes, de olvidar este instante que no te estaba destinado. Este recuerdo amenaza minar la materia de tus años y no acabarás siendo sino eso: la imposible memoria de un placer nacido en regiones que te han sido vedadas”. Al príncipe-elector le molestó la confianza del hombre al dirigirse a él. Le irritaron también la certeza del vaticinio y una cierta lúcida ironía manifiesta, más que en la voz, en la posición en que se mantenía mientras hablaba; allí echado sobre la tersa roca, desganado, distante y ajeno a la presencia de un Príncipe-Elector del Sacro Imperio. La hembra había desaparecido, el río ya no tenía esa frescura reparadora que le invitaba a bañarse en sus aguas.

Y aquí el antagonista


Un sordo malestar de tedio y ceniza lo fue empujando hacia el ingrato despertar. Percibió el llamado de su destino, teñido con el fastidio y la estrechez que pesaban sobre su vida y que nunca había percibido hasta esa noche en la posada de Hilldershut, en camino hacia sus dominios.

y aquí el mensaje

y aquí el poema de Borges…