En la madrugada del 3 de diciembre
de 1978 tuve un sueño que recuerda tal vez las ideas de los sueños que se hacen los
directores de cine y los dibujantes.
Habíamos recuperado el departamento del 5º piso de la calle
Posadas (donde vivo), que habíamos alquilado a una repartición técnica del gobierno.
Alguien me explicaba: "Salen
beneficiados.
Con los aparatos que debimos instalar en el baño usted se va a dar unas duchas fabulosas".
Como era la primera noche que pasábamos allí, el
departamento aún estaba casi vacío. Yo
me
preparaba para acostarme. En mi dormitorio, en lugar de ventana, tenía un gran
ojo de buey sobre la calle Posadas.
Oigo de pronto unos golpes en la pared. Por una anomalía del
sueño, veo desde mi cama, como si asomara por el ojo de buey, un caballo que sube por
el lado de afuera, verticalmente
por la
pared, tirando una suerte de arado de madera, que empuña un hombre.
Instantes después
la enorme cabeza del caballo surge por el ojo de buey: está cubierta por una
máscara con agujeros para los ojos, como las que usaban para los
caballos de guerra en la Edad Media, o
quizá como
las que usan los caballos de carrera, hoy en día, para protección contra el
frío. Me digo que el ojo de buey ahora parece una pechera y que el
caballo ha de pasar sus noches ahí.
Pienso:
"El hombre que lo trajo no sabe que ya nos devolvieron el
departamento".
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