¡Qué hermoso el sueño de aquella noche! Éramos un grupo numeroso: más de 100 personas, diría. Todos juntos, partiendo de algún albergue en lo alto de una cuesta, echábamos a andar;
era la hora de la media tarde, con un tiempo soleado. Cada uno iba vestido a su manera, y se movía a su aire: los unos, a solas, en grupitos los otros, por un camino sobradamente ancho.
Cada uno , ¿cómo decirlo?, “actuaba”, siguiendo un guión conocido por todos: probablemente
Cada uno , ¿cómo decirlo?, “actuaba”, siguiendo un guión conocido por todos: probablemente
la obra se titulase “pequeños momentos de la vida”. Uno se acercaba a otro y le decía algo,
a lo que el segundo respondía actuando su reacción, así que, por ejemplo, daba media vuelta y subía a contracorriente para encontrarse con una pareja a quienes explicaba, mientras iban bajando, algo que yo no alcanzaba a oir; al mismo tiempo, cuatro o cinco se apiñaban junto a una chica que se reía, y allá, un poco más abajo, dos chicos empezaban a perseguir a un tercero... y otros lloraban y se echaban en cara viejas rencillas, y todo ello era absolutamente espontáneo y fresco. Se iban sucediendo escenas inexplicables simultáneas con otras anodinas, y cada uno se veía implicado en juegos incesantes que le permitían cambiar de registro una y otra vez.
Al principio yo miraba aquello con curiosidad; después, con interés, y ya después, cuando la marea de los sucesos acercó hasta mí a unos y otros de aquellos actores sorprendentes, me iba dando cuenta de que, sin necesidad de saberme guión ninguno, mis propias respuestas naturales encajaban con total suavidad en el flujo de aquel momento, y que dejarme ir se convertía en mi aportación a aquel hermoso acto.
Al principio yo miraba aquello con curiosidad; después, con interés, y ya después, cuando la marea de los sucesos acercó hasta mí a unos y otros de aquellos actores sorprendentes, me iba dando cuenta de que, sin necesidad de saberme guión ninguno, mis propias respuestas naturales encajaban con total suavidad en el flujo de aquel momento, y que dejarme ir se convertía en mi aportación a aquel hermoso acto.
Más y más encantado, lleno de gratitud hacia aquella gente, llegué por fin al término de la cuesta, que daba a un pueblo muy pequeño, muy “típico”, con un pequeño bar y una plazuela donde los vecinos cantaban sus romances con acompañamiento de guitarra.
Mis compañeros de excursión, una vez terminada la performance, volvían a subir la cuesta, felicitándose por el éxito del proyecto; yo me quedaba entre los lugareños, haciéndoles fotos y aprendiendo sus cantos.
Aquella comunidad hacía de aquella representación, una auténtica fiesta. Por eso digo que el sueño fue muy, muy hermoso.
Mis compañeros de excursión, una vez terminada la performance, volvían a subir la cuesta, felicitándose por el éxito del proyecto; yo me quedaba entre los lugareños, haciéndoles fotos y aprendiendo sus cantos.
Aquella comunidad hacía de aquella representación, una auténtica fiesta. Por eso digo que el sueño fue muy, muy hermoso.
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