He salido a mear, he vuelto a la cama y he entrado suavemente en un sueño.
Es de noche, y mi hija Nerea y yo estamos en casa, ya vestidos de pijama. Por una razón
que he olvidado, mi coche se ha averiado, y va a ser remolcado hasta los talleres de reparación para que no obstruya la calle. Y, efectivamente, al poco rato escucho el sonido del tranvía,
me asomo al mirador del despacho y veo al tranvía en dirección hacia Atxuri, llevando
tras de sí una plataforma rodante sobre la que se podía ver el coche.
Nerea llega junto a mí. ¿”Qué miras, aita?” El coche, que va con el tranvía....” “¿Puedo verlo?
¡Ya ha pasado, no se vé, ¿Y si bajamos un momento y...”?
Inmediatamente estamos ella y yo, en pijama, en el tranvía. Desde mi casa hasta la estación
de Atxuri, que es el final de trayecto, hay una distancia de no más de 300 metros. Así que me sorprendo un poco cuando el viaje se prolonga y se prolonga, algo más de lo esperado,
y solo me tranquilizo cuando gira y vuelve a girar y arriba a la estación.
Entonces, caigo en la cuenta de toda la situación y le digo a Nerea: ¡”Vaya, tenemos que bajarnos aquí, porque se termina el trayecto, y no tengo encima dinero ni tarjeta del Transporte Público como para que podamos tomar el tranvía de vuelta. ¡Ni las llaves de casa, no llevo encima: hemos salido, hemos dejado cerrada la puerta -¡eso espero!- y, claro, en pijama, sin bolsillos...”
Me empiezo a sentir enojado, y tiendo a volcar ese enfoco sobre ella,
pero no, no me siento molesto: más bien, estoy admirado de su desparpajo y del arte con el que me ha hecho embarcarme en este jaleo... “bueno, -me digo-, Ana llega a casa a eso de las nueve y media, y para esa hora solo faltan diez minutos, así que volveremos caminando... solo que así, en pijama, por medio de la calle, llamaríamos la atención, y tal vez molestaríamos a alguien: me parece mejor que vayamos dando una vueltita, por aquí, por detrás .
¿Ves?, por detrás de la columna, vamos, por allí, y ahora bajamos estas escaleras y llegamos cerca del río, y si seguimos bajando... pero ¡cuantos gatos! Mira ese gris, ¡míralo, míralo, qué gatazo, qué bonito, ¿eh? Vamos, dame la mano, baja esas piedras, ¡agárrate bien, no te caigas! Espera, ya bajo yo””, ...y me aferro a un pedrusco, y siento que empieza a desprenderse de la ladera... “¡No, no, por aquí no, que está muy empinado! Mira, bordeamos esta roca y...
¡vaya, qué paisaje tan estupendo! ¡Menudo rincón! Toda una playa en herradura, solitaria,
con esos montes tan verdes, y tan cerquita de casa y yo sin conocerlo! Aquí tenemos que volver, ¿eh Ana? ¿Ya estás aquí? ¡Ves qué día tan bonito hace?
Bueno, volvamos a casa. Hacia atrás, no podemos volver, así que busquemos la otra salida a esta bahía. A ver, vayamos hacia arriba y hacia allí”.
Bueno, volvamos a casa. Hacia atrás, no podemos volver, así que busquemos la otra salida a esta bahía. A ver, vayamos hacia arriba y hacia allí”.
Y subimos una ladera, y entramos en un puesto fronterizo, y nos indican un ventanuco por el que salí, pero no quepo por él de ninguna manera, y Nerea se ha metido en otra casa, y se ha hecho amiga de los habitantes, que son estudiantes, y que tienen a su vez otro ventanuco impracticable, que forma parte de un portón que nos ayuda a llegar hasta una inmensa plaza presidida por una academia militar, y salen los cadetes disparando sus armas, y...
todo ello tan contiguo a nuestra casa, y tan desconocido, tan inesperado, tan lejano, tan lejano...