domingo, octubre 26, 2008

Un hombre, una célula

Era un sala sin límites precisos, una especie de espacio interior, pero igual de vasto que si fuese el exterior. Estaba junto a mí un amigo, varón, de mi misma edad, aunque a mí me parecía algo mayor. Vestíamos túnicas, pero por vestir algo...
No había sonido de voces; así pues, nuestra conversación era telepática,

y se apoyaba en las mutuas miradas.. La cose era que yo sabía de pronto que yo,
una persona, era una célula de cierto cuerpo; y que mis congéneres era igualmente células. Los miles de millones de células que forman cualquier cuerpo; por ejemplo,
el mío.
Y de golpe, todo encajaba. ¡Por eso nacíamos y moríamos: morir dejaba lugar a células nuevas, y nacer era requisito para esa renovación. ¡Por eso amar y odiar

eran constantes! Porque era necesarios,porque amar llevaba a la conservación de las estructuras y las funciones del cuerpo que constituimos, y odiar movía a destruir,
a suplantar... ¡Por eso la historia humana se repite idéntica a sí misma una
y otra vez! y, al mismo tiempo, reflejaba las leves pero determinantes variaciones, mutaciones que tanto cambio, tanta renovación celular, necesariamente, provocaba.


¿Los humanos somos células?, me preguntaba, y veía a mis piés una columna de hormigas que me respondían con su presencia: nosotras también, solo que somos células especializadas, como vosotros, como los conejos, las acacias y las cacatúas... ¿No te habías percatado?
¿Y los pájaros? ¿Y los peces? Ah¡, que aquellos habitan zonas de tejidos esponjosos,
y que estos viven en el, digamos, plasma sangíneo... en el agua, concretamente...
Las asociacones de ideas se disparaban: “ah, por eso hay quien dice que somos máquinas de transformación!, ah, ¡por eso nos alimentamos incesantemente!, ah, ¿eso era lo de que “todos somos hermanos”... y, ¿lo del “cuerpo místico”, y lo de “yo soy dios”, y lo del “todo y el uno”, y...

Me iba excitando, y me tentaba charlar y charlar sobre ello. Miraba a mi amigo, que paseaba tranquilo a mi lado y que, al percibir que iba a mirarle, también fijaba sus ojos en los míos, y mudamente, divertido, se daba por enterado de mis pensares y me venía a decir “¿De veras que no lo sabías?”, y antes de que yo pudiera responderle que no, que en absoluto, que todo eso era una revelación súbita, mudaba el gesto y me hacía saber, mudamente, que “en el fondo, siempre lo has sabido”, sin dejarme lugar para otra cosa que para asentir; sorprendido, es cierto, pero... asentir; sí, sí, siempre lo supe

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